sábado, 16 de mayo de 2009

I. LOS ORÍGENES O DE LOS COMIENZOS

 

Por algunos momentos se decía que quien nacía lo hacía sólo, lo mismo pasa al morir, se muere sólo, en soledad. No es que se desestime el hecho de que cuando se nace se hace acompañado de otras personas, lo mismo suele decirse al morir, o más bien dicho, al del momento de la muerte, en los instantes en donde sólo quedan minutos para las despedidas.

Él nació en algunos de esos momentos, rodeado de personas, no muchos cabe decir, pero al fin de cuentas no estaba sólo. Al menos estaba con su madre y padre, tal vez con algunos hermanos. Fueron días extraños los anteriores a su nacimiento, los recuerda bien, no por el hecho de que estuviera presenciando las imágenes previas a dar a luz, sino por el hecho de escucharlos por medio de su madre. Oído muy fino sin duda, no se imaginó que aquello era compensación de un defecto posterior.

Uno de los cinco sentidos era el que sobresalía en aquel momento ¿qué había de los otros cuatro; cuál de éstos era el fundamental? Del oído se dice que sirve como señal de alerta ante la falta de vista, un sentido exquisito si se le da el potencial necesario. ¿Estará conectados con los sentimientos? Se preguntaba con frecuencia, sentimientos que conforman la materia sin volumen ni forma, pero sí con fuerza, propiedad de suya esencial, su justificación. De la vista –se repetía- había mucho que decir, formaba la esencia de las creaciones, justificaciones de las imágenes productos del entorno, de la naturalaza que lo invitaba a la imaginación.

La dicha de su sentido auditivo le permitía recordar que nació en un día caluroso, recuerda hablar de mosquitos picoteando por aquí y por allá, de los charcos que inundan los verdes pastos que crecían sin cesar ante el sol de diario y la lluvia abundante, aunque temporal. Esos eran los recuerdos más alejado y próximos de su nacimiento.

El tacto era otro recuerdo que tenía presente, las manos que lo habían traído al mundo eran viejas, algo raposas, tal vez porque eran manos victimas de los callos que provoca traer consigo, como si fuera alguna extensión más de las manos, algún utensilio de trabajo. Al menos eran calidas aquellas manos que lo trajeron, arrugadas, raposas, pero calidas, tanto así que provocaban una extraña sensación de tranquilidad, de paz, que nunca más volvió a sentir desde aquellos momentos en que fue creciendo. Añora o añoraba –eso decía- los primeros contactos de sus primeros días. Nunca los busco…